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Por : María Cecilia Celso

Hace un tiempo que he estado meditando en este texto de Romanos 1:16. Se encuentra tan presente en mi mente y en mi corazón, que me hace meditar en él de día y de noche. Buscaba la manera de sentir cuán grande y profundo es, para poder comprenderlo. Verdaderamente anhelaba que Dios me permitiera, a través de su Palabra, exponer el texto no solo de manera sistemática y narrativa, sino también tener el privilegio de vivirlo.

Hace algunos días fui a un comercio de ropa para mujer. Estuve un buen rato allí viendo y probándome algunas prendas. Pasé por la caja a pagar las prendas y, al momento de cancelar la compra, vi sobre el mostrador de la caja varios ídolos de yeso, estampillas y velas. La muchacha de la tienda tomó mi tarjeta y, mientras hacía la factura, conversábamos; se me hizo muy familiar su rostro. Me contó que era hermana de dos mujeres que casualmente conocí en una iglesia local donde he asistido hace algunos años, y agregó: "Yo también soy cristiana, pero me congrego en otra iglesia local. Antes asistía a la misma iglesia que van mis hermanas, pero por mi trabajo y la distancia se me dificulta, así que decidí quedarme acá para poder atender y trabajar en este negocio que es de mi tía".

Yo escuchaba atentamente cada palabra que ella decía; mis ojos estaban enfocados en los suyos, aunque ella no sostenía la mirada hacia mí por mucho tiempo, solo eran segundos. En ese momento deduje que ese altar de ídolos que había a un costado era de su tía, la dueña de la tienda. Y le pregunté: "¿Qué piensas sobre ese altar y todo lo que hay allí?" Y ella me contestó que su tía era muy creyente, que toda su vida la tía y dueña de la tienda profesaba ser devota de diferentes ídolos.

Le volví a preguntar si alguna vez había pensado en predicarle el evangelio a su tía, pero no hubo respuesta; solo agregó que su tía ya tenía sus creencias y que así era ella. Lo tomé como un "no". Yo no podía callar al escuchar esa respuesta sin fundamento, pero vi el momento permitido por Dios para darle a conocer el evangelio a ella, quien no se veía para nada segura después de haber confesado que era cristiana y que se congregaba en una iglesia evangélica.

Mis palabras fueron estas: "Debes entender que la predicación del evangelio tiene poder de Dios para salvación; quien convence de pecado a los hombres es el Espíritu Santo a través del mensaje de la cruz (Juan 16:8, 1 Corintios 15:1-4). Debes orar por tu tía, pedirle a Dios que te conceda el momento de poder predicarle y hablarle acerca de Cristo y su obra redentora; debes predicarle a Cristo. Dios hace la obra, no nosotros (Colosenses 4:2-3). ¡Es por medio de la predicación! Dios no nos ha dado autoridad para elegir a las personas en base a nuestro criterio, gustos personales y/o decirles que serán salvas con una simple oración de fe y palabras repetitivas y fingidas, sino que por medio de su evangelio ellas son salvas (San Juan 1:12-13)".

Ella me escuchó y me dijo que entendía lo que le estaba diciendo, y me despidió porque siguió atendiendo a otra clienta. De regreso a casa, me entristecí de corazón por la situación y recordé mi vida pasada, cuando decía ser lo que no era y hablaba de Dios sin conocerlo ni obedecerlo. No tenía temor, devoción ni interés. Tampoco tenía preparación ni conocimiento bíblico; vivía en una mentira que yo misma creía y una vida no controlada por las cosas santas.

El desinterés y la falta de lectura, la incredulidad hacia Dios, enmarcan esta triste realidad en la vida de muchas personas que profesan ser cristianos y se congregan cada domingo, pero no han entendido el mensaje de la cruz. En otras palabras, no han sido regenerados, no han nacido de nuevo.

Mientras estaba en mi vehículo, sentí el deber de orar por ella y por su tía, para que Dios obre en sus vidas. Debemos orar con diligencia por cada persona, sintiendo la responsabilidad de pedir por cada alma. Que Dios les abra los ojos y el entendimiento para que lleguen al arrepentimiento. ¡No subestimemos el evangelio santo! No tenemos derecho de rebajar el mensaje de salvación y omitirlo. Cristo murió en la cruz por nosotros, pecadores, para ser salvos del castigo eterno. Su sangre derramada en la cruz calmó la furia de Dios.

¿Sabes lo que significa eso? Aún creemos tener derecho de rebajar el mensaje de salvación, solo porque pensamos que las personas nos rechazarán o que nos meteremos en problemas. ¡Claro que sí! ¿Qué creías, que no será un escándalo si realmente lo hacemos conforme a las Escrituras? No importan las circunstancias, las situaciones o el ámbito en que vivamos, ¡Cristo es el Señor! Si profesas ser cristiano, si realmente crees en Cristo, amas a Cristo, dirás que ¡Cristo es el Señor! Cueste lo que cueste, aún si te costara tu trabajo o tu vida.

Romanos 10:9-11 nos recuerda que debemos confesar a Cristo como Señor. ¿Acaso los mártires que dieron su vida por el evangelio no fueron decapitados, crucificados o torturados? Deberíamos agradecer cada momento en que aún somos libres para predicar y reunirnos en las iglesias, porque llegará el día en que se prohibirá. ¿No hemos entendido la crucifixión y resurrección de Cristo? ¿No ha mostrado Dios su amor a través de su hijo? Las Escrituras nos enseñan lo suficiente para que queramos omitir la predicación y no sentir amor por el prójimo.

Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad (1 Timoteo 2:4). ¿Ves la diferencia entre lo que nosotros queremos y pensamos, y lo que Dios quiere y piensa? Nuestros pensamientos no son como los de Dios. Esto es lo que quería expresar al principio con Romanos 1:16.

 

Doy gracias a Dios por permitirme entender y conocer Su Palabra, Su carácter y Sus atributos. Deseo que tú también anheles conocerlo más cada día, pregonar Su mensaje a toda criatura y servirle hasta que Él regrese.

 

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